Quienes me conocen saben lo mucho que sufro con el
sufrimiento ajeno (valga la redundancia), especialmente el derivado de las
injusticias y la irracionalidad, de la estupidez, la codicia y el abuso del
poder.
El sufrimiento, las dificultades, los obstáculos, son parte
de la vida, y sin duda nos ayudan, nos impulsan y, si sabemos enfocarlos, nos
permiten alcanzar estados de vida aún más elevados, más cercanos a la
felicidad. Como un músculo que sólo puede fortalecerse a través del ejercicio,
nuestra capacidad de afrontar exitosamente la vida sólo puede construirse a
través de la superación de lo malo que se nos presenta.
Siendo ésta mis perspectiva general, no puedo sin embargo –
y vuelvo a mi punto inicial- soportar la visión de un ser humano sufriendo innecesariamente
por la acción directa o indirecta de otro ser humano – o grupo de seres humanos-
que, sencillamente, parecen no tener la empatía suficiente para ver que aquél
al que dañan es un igual.
África es, probablemente, uno de los lugares del mundo donde
esta tendencia tan tediosamente humana parece no dejar nunca de manifestarse.
Sucedió aquí, en Sierra Leona, hace 10 años, cuando la
crueldad pareció encarnarse y arrasar la vida en cada rincón del país.
Y sigue sucediendo cada día, en cada instante -aunque los
medios sólo quieran hacerse eco cuando lo consideran oportuno para sus propios intereses- a lo
largo y ancho del continente.
De norte a sur, como una plaga incontrolable, conflictos,
inestabilidades, represiones, guerras… Muerte, tortura… Violencia en todas sus
expresiones.
El enfrentamiento entre Marruecos
y Argelia por el Sahara Occidental, y las situaciones políticas de Libia,
Tunez, Egipto, Sudán y Sudán del Sur, tiñen de instabilidad el Magreb.
El Sahel vive amenazado por el
terrorismo que recorre Mauritania, Mali, Burkina Faso, Argelia, Libia, Níger y
Chad.
Por si las hambrunas no sirvieran
de exterminio suficiente, el Cuerno de África muere también por la guerra y la
piratería en Somalia, por la delicada implicación de Sudán y Eritrea, por un
terrorismo que afecta cada día más a Kenya.
Aquí, en el Oeste Africano, nuestros
vecinos, al igual que Sierra Leona, tratan de resurgir tras conflictos más o
menos recientes. Costa de Marfil se recupera poco a poco de la violencia del pasado
año, mientras Nigeria se tambalea ante la violencia interreligiosa e
interétnica.
La región de los Grande Lagos ha
sufrido con una crudeza inusitada constantes conflictos y guerras, cuya máxima
expresión es la extremadamente dolorosa situación de la República Democrática
del Congo.
Al sur, Angola, Zimbabwe,
Swazilandia y Madagascar padecen, si no el conflicto, la represión de sus
mandatarios.
Todo este dolor, esta sangre, esta barbarie se alimentan de
lo que, como decía al inicio no debería nunca ser causas de un mal ajeno:
Codicia.
Análisis políticos, socio-económicos, antropológicos y
sociales a parte –de los que soy una gran consumidora y admiradora, quede
claro- , todo, en el fondo, se reduce a la codicia de algunos.
Y este en este punto en el que, honesta y abiertamente, no
lo entiendo. De verdad. No puedo. Creo que comprendo el deseo de poseer más.
Más riqueza, más poder, más control. No comprendo en qué punto el que desea
estas u otras cosas se vuelve ciego y sordo. No puedo entender que a alguien no
se le haga un nudo en las entrañas, no se le humedezcan los ojos, no se le estremezca
el alma, cuando es testigo de semejante SUFRIMIENTO.
Esa empatía, esa capacidad para sentir en nuestro propio yo
lo terrible que algo debe ser, y por lo tanto sentir un rechazo automático ante
su sola idea, es una de las cualidades que, en mi opinión, más nos embellece
como seres humanos que somos.
El por qué parecemos querer destruir esa cualidad tan
genuinamente humana escapa a mi entendimiento.
Vivir en África le acerca a uno al sufrimiento más inútil.
El infringido por otros.
Pero no sólo vivir aquí. Si, por una vez vemos, de verdad,
con los cinco sentidos más el alma, las noticias en nuestro televisor, la
angustia debería corroernos ante tantas imágenes de dolor.
¿Y qué logramos con
eso? Se preguntarán muchos.
Pues a lo mejor nada.
O a lo mejor despertamos nuestra empatía. Y la ejercitamos
un poco. Y cada uno, en su día a día, es menos duro, menos violento. Y uno más
otro más otro hacen una sociedad, y un mundo.
Por lo menos no estaremos consintiendo con nuestra
indiferencia.
No sé por qué necesitaba escribir esto hoy. No sé si tiene
mucho sentido. Ni siquiera sé cómo acabarlo. Pero ahí lo dejo, que cuando una
idea inquieta el espíritu es bueno compartirla, dejarla salir, y escuchar lo
que otros tienen que decir.